EL DOCUMENTO QUE EL PILOTO JUAN RUIZ LE MANDÓ AL REY CARLOS I
Muy alto y muy poderoso Señor:
Con todo respeto y sumisión me dirijo a vos para haceros saber que hoy, después de rezar mis devociones diarias, y de tomar el desayuno, he decidido al fin escribiros. Soy Juan Ruiz, piloto de segunda clase de la Armada española, natural y vecino de la muy leal villa de Palos de Moguer, hijo de don Sancho Ruiz, piloto mayor que fue de la nao Santa María, capitaneada por el almirante don Cristóbal Colón en el viaje que le llevó al descubrimiento de las indias, y de doña Petronila de Huelva, cuyas vidas tenga Dios en su santa Gloria.
Llevaba mucho tiempo deseando escribiros, Señor. Pero es mi deber poner en vuestro conocimiento, que jamás me hubiese atrevido a enviaros esta carta si no fuese porque intuyo que me quedan ya muy pocos meses de vida.
Vos no ignoráis, mi Señor, porque conocéis el mar y habéis participado en varias expediciones navales, que los marineros solemos enfermar a edades bastante tempranas.
He cumplido recientemente cincuenta y siete años. Tengo, pues, la misma edad que vos. Y aunque los médicos afirman que no es esta una edad excesiva para los tiempos en que vivimos, porque hoy los enfermos podemos contar con las virtudes de las plantas y con excelentes pócimas que alargan la vida a los mortales y otorgan vigor a los débiles, parece que esos milagrosos remedios no hayan encontrado tierra fértil para crecer y llegar a dar su fruto ni en mis carnes ni en las vuestras. Ya lo veis, mi Señor; vuestros achaques os han recluido en el Monasterio de Yuste, y los míos en mi casa de Palos. Vos acompañado por respetables monjes que rezan diariamente por vuestro alivio, y por notables médicos reales que os observan y atienden; y yo por dos sobrinas solteras que han accedido cuidarme a cambio de heredar mi casa, mi caballo y mi reducida hacienda.
Esta mañana ha venido el médico a visitarme. Tendido sobre el lecho me ha examinado las piernas y, aunque me ha dicho, tal vez para tranquilizarme, que la enfermedad progresa muy lentamente, yo sé que no es así. Día a día veo como mis piernas se hinchan y ennegrecen. Las tengo ya tan inflamadas y cárdenas que apenas tienen fuerza para sostenerme. A todo esto hay que añadir, mi Señor, y espero que a vos no os ocurra, que mis huesos —todos mis huesos—, han llegado a almacenar tanta agua y tanto salitre, que no me dejan descansar ni de noche ni de día. Es como si dentro de ellos se hubiese levantado una gigantesca tempestad que no cesa. Un violento huracán cuyos enormes truenos retumban en mi cabeza, y las chispas de sus centellas queman todo lo que a su paso encuentran.
Hace unos meses, tal vez un año, el dolor se adormecía cuando caminaba, me sentaba frente al fuego o cuidaba de mi caballo. Pero esta merced, que a no dudar venía del cielo, se ha disipado, se ha ido, ha desaparecido como la embarcación se hunde sin que nadie pueda hacer nada por recuperarla.
Pero no es el motivo de mi enfermedad, ni el de mis dolores el que me ha movido a escribiros, mi Señor. Como os hago saber un poco más arriba, soy un barco hundido que ya nadie puede recuperar. Por ello, mi alto y poderoso Señor, no debo gravar vuestras dolencias sumando a ellas las mías. Como buen vasallo vuestro que soy, es mi deber evitaros detalles que os puedan resultar a vos tan dolorosos como a mí mismo. Ya hay suficiente dolor en el mundo para que encima tenga yo que acrecentar el vuestro con mis miserias.
Os escribo, poderoso y alto Señor, porque no quiero morir sin haceros saber algo que a buen seguro nadie os ha revelado todavía. Y no porque recibiésemos orden de callarlo, sino porque fue considerado por todos como falta de valor, por no decir de cobardía.
Cautivo hoy de mi enfermedad, y siendo los recuerdos de mi pasada vida los únicos que me acompañan, no me parece ya aquel hecho un acto de flaqueza castrense, sino más bien un suceso que mueve a risa. Por eso os lo quiero contar. Porque si a mí, cada vez que lo recuerdo, se me ilumina el semblante y surge en mi boca una sonrisa, quiera Dios que a vos os ocurra lo mismo.
Vos sabéis, mi Señor, porque fuimos enviados allí por mandato de Vuestra Alteza, que después de los fracasos sufridos por don Francisco de Córdoba en la primera expedición, y por don Juan de Grijalva en la segunda, siendo el año del Señor de 1519, fue enviada por vuestro real deseo una tercera expedición al mando de don Hernán Cortes para que, de una vez por todas, las tierras de Yucatán quedaran conquistadas y sometidas a la Corona de España.
Yo tuve el honor de formar parte de aquella tercera expedición como segundo piloto de uno de los once navíos que allí fueron enviados por el gobernador de Cuba don Diego Velásquez por expresa deseo de Vuestra Majestad.
La flota estaba compuesta por ciento diez marineros, quinientos infantes, treinta y dos ballesteros, dieciséis caballeros con sus correspondientes monturas, trece escopeteros y diez artilleros que tenían a su cargo seis cañones y cuatro falconetes. Sin embargo, a pesar del gran ejército que formábamos, mi Señor, y siendo todos soldados curtidos en numerosas batallas y gente acostumbrada a la lucha cuerpo a cuerpo, sentíamos tal temor en aquellas tierras que incluso a varios de nosotros nos temblaban las piernas de miedo. Habíamos oído contar cosas horrendas. Don Francisco de Córdoba, por ejemplo, que fue el primer expedicionario, confesó, antes de morir de las heridas sufridas en aquellas extrañas e inhóspitas regiones, que su viaje había fracasado y muerto la mayor parte de sus hombres a causa de los demonios. Describió con todo detalle cómo en una de estas playas —donde habían desembarcado para abastecerse de agua—, se les presentaron unos diablos con forma de mujeres desnudas e insinuantes que los llamaron haciéndoles señas.
Siguió contándonos que después, una vez que con sus malas artes las mujeres lograron introducirlos en la espesa selva, se convirtieron en hombres y de la espesura del bosque comenzaron a salir cientos de demonios feroces que mataron a más de cincuenta de sus mejores hombres.
Mientras huían hacia los botes que habían dejado en la playa, ayudando a los heridos y corriendo para no ser alcanzados —prosiguió explicando el capitán don Francisco de Córdoba—, declaró que al volver la cabeza vio cómo los diablos, habiendo dejado de perseguirlos, se echaban sobre los cuerpos todavía moribundos de los soldados españoles que yacían sobre la tierra y, con sus propias manos, les arrancaban los corazones, la carne y los ojos y se los comían crudos.
Esto que os estoy contando, mi Señor, fue corroborado después por el capitán Grijalva quien, en la segunda expedición que fue allá enviada, tuvo la desgracia de ser también atacado por estos feroces demonios. Manifestó que mientras unos salían de la selva como abejas del panal, otros caían desde lo más alto de los árboles sobre ellos con la misma facilidad y abundancia que cae la aceituna al suelo de nuestra patria cuando es vareada por los campesinos jiennenses.
Sus hombres fueron vencidos y, como vos muy bien sabéis, el capitán regresó a Cuba llevando en sus cuatro naves solamente heridos y moribundos. Cuando delante de algunos de nosotros el gobernador le preguntó el porqué de aquel desastre, don Juan le confesó que aquellas gentes no eran normales sino diablos que arrancaban los corazones a sus enemigos y se alimentaban de sangre.
De esta guisa y con estos miedos, mi Señor, el día y el año que ya os he mencionado, desembarcamos en aquellas playas.
Los miedos que aquí os refiero no mermaban en nada nuestro valor de soldados. Pero vos sabéis, mi Señor, porque habéis sido también hombre de armas, que un soldado español no teme nunca enfrentarse a lo terrenal, pero sí a lo inhumano o desconocido... Sobre todo si anda por medio el diablo.
Pues, como os iba diciendo, Señor, cuando desembarcamos en aquellas extrañas y solitarias playas, lo primero que vimos fueron unos pájaros gigantescos que atrapaban peces y los guardaban en una bolsa que les colgaba del cuello. Y si de nuestro vencejo se dice que es el pájaro del diablo por los hirientes y fuertes gritos que arroja cuando sobrevuela la cabeza de algún humano, de aquél se puede asegurar, sin temor a equivocarse, que es el verdadero pájaro del demonio porque es, de todos los pájaros del mundo, el más desvergonzado, grande, raro y feo que nadie antes haya podido ver.
Por orden de don Hernán nos pusimos en marcha y nos adentramos en la selva. Y aunque parezca increíble, no había transcurrido todavía ni la tercera parte de la tarde cuando el sol comenzó a desaparecer.
Avanzamos lentamente, cuidando de no caer en una emboscada. El temor que habitaba dentro de nosotros nos convirtió en avispados vigilantes. En cuanto oíamos el menor ruido, todos dábamos la alarma y nos poníamos en guardia. Ni las piedras, ni los árboles, ni los oteros que iban quedando tras de nosotros quedaron sin explorar.
Nuestro equipo era ligero. Los oficiales nos habían ordenado cargar solamente con lo más preciso para que la fatiga y el desaliento no hiciesen su aparición. Las piezas de artillería, sin embargo, por carecer aquellos agrestes lugares de caminos por donde pudieran ser transportadas, habían quedado en los barcos al cuidado de setenta marineros y de los diez artilleros que habían viajado con nosotros.
Anochecía cuando tuvimos que bordear un caudaloso río de aguas profundas y verdes. Gigantescos árboles, abrazados reciamente por plantas trepadoras y rechonchas lianas, rodeaban sus orillas. Bajo sus húmedos troncos, sobre los arenosos suelos, yacían muy espesas las hojas, y estaban tan podridas y quebradizas, que incluso el blando y ondulado deslizamiento de las enormes culebras que de vez en cuando por allí pasaban buscando el sustento diario, las convertía en minúsculas partículas.
La noche ya había caído en toda su plenitud cuando llegamos a lo alto de una colina desde cuya cima se podía divisar un extensísimo valle.
Por la seguridad que nos ofrecía la altura, don Hernán eligió aquel amplio sitio para descansar. Pero todavía no habíamos dejado el petate en el suelo, Majestad, cuando quedamos paralizados por el miedo. El extenso valle que se prolongaba bajo nosotros se veía plagado de hogueras que brillaban en la noche más fuertes y luminosos que las estrellas del cielo. El capitán don Juan de Escalante, siendo como era unos de los hombres de confianza de don Hernán, uniendo sus pensamientos a los nuestros, no pudo evitar exclamar: «Ahí abajo hay tantas fogatas como estrellas en el cielo...»
Las palabras del capitán hicieron mella en nuestro decaído ánimo. El miedo volvió a invadirnos. A la vista de aquellas numerosas luminarias, la mayoría de los hombres comenzaron a manifestar —sin que les faltase razón—, que aquellos guerreros que abajo nos estaban esperando nos ganaban en un número de cien mil por uno. Y añadieron luego —aunque ya lo hicieron en voz baja para no ser oídos por don Hernán ni por ninguno de sus oficiales—, que tantos hombres allí reunidos sólo podían haber surgido de una forma tan repentina y misteriosa por obra del príncipe de los diablos.
Entonces, mi Señor, sucedió algo que vos a buen seguro conoceréis a través de la crónica que don Francisco López de Gómar escribió hace ahora cinco años sobre la conquista de la Nueva España. Afirma don Francisco en esta crónica que don Hernán mandó barrenar secretamente los navíos. Esta es una verdad a medias, mi Señor. La cosa sucedió de la siguiente forma: advirtiendo don Hernán que las lumbres que en el valle ardían eran casi millones, y percibiendo que los hombres podían insubordinarse, ya que algunos habían expresado en voz alta sus deseos de volver, viendo, pues, que el miedo se estaba convirtiendo en un obstáculo mucho más grande y difícil que las gigantescas rocas y angostos desfiladeros que ya habíamos logrado salvar, tomó la resolución de ordenar en secreto a su capitán y amigo de más confianza don Alonso Hernández de Portocarrero, que tomara cuatro hombres de fiar, volviese a la playa donde antes habíamos dejado las naves, y, en su nombre, diese las siguientes órdenes: que los pilotos de primera clase que allí habían quedado colocasen los navíos al través dejando estribor mirando hacia la playa, y que los artilleros trasladasen a esa parte los cañones y los falconetes. Que los marineros doblasen las guardias y que los artilleros estuviesen en todo momento preparados para darnos cobertura en caso de que el enemigo llegase allí persiguiéndonos. Le dijo también que, una vez cumplida esta orden, regresase de nuevo a donde estábamos, y dijese en voz muy alta para ser oído por todos los hombres, que los barcos habían sido hundidos y que solamente las piezas de artillería, la pólvora, los caballos y los víveres habían quedado bajo vigilancia en la playa.
Este señalado e importante servicio que Portocarrerro realizó más como favor personal de amigo que como mandato, fue recompensado más tarde por el señor Cortés, entregándole, como agradecimiento a los servicios prestados, a la india que luego fue bautizada con el nombre cristiano de doña Marina.
Aquella noche, Señor, no osamos trabar combate por miedo a ser derrotados.
Al día siguiente, un poco antes del amanecer, el capitán Portocarrero se unió nuevamente a nosotros. Y, tal como le había sido ordenado por don Hernán, levantando mucho la voz para ser oído por todos, declaró que los navíos habían sido barrenados y hundidos. Nadie podía regresar. Ahora sólo quedaban dos opciones: morir luchando como bravos soldados españoles y alcanzar de este modo las Indulgencias Plenarias, o rendirse para morir entre demonios que nos arrancarían el corazón y se alimentarían luego de nuestra sangre.
Cuando amaneció, las luces habían desaparecido y el valle estaba completamente limpio y calmado. No se veían en el aire vestigios de humo por consumición de hogueras, ni sombra alguna de guerreros ni de diablos.
Pero, ¿qué había ocurrido? —os preguntaréis— ¿Por qué extrañas y recónditas artes habían desaparecido aquellos diabólicos seres?
Y aquí es donde viene lo gracioso, Majestad. Ahora sabemos que existen, pero en aquellos tiempos los españoles desconocíamos las luciérnagas. Y al desconocerlas, habíamos tomado a las millones que brillaban sobre los árboles que poblaban el valle por hogueras que habían sido encendidas por guerreros indios para calentarse.
Al poco tiempo de estar allí, y teniendo ya varios pueblos conquistados, todos pudimos admirar cómo los grandes gusanos de la luz salpicaban con su verdosa claridad las hierbas, los árboles y los musgos de las rocas.
Cada vez que acampábamos en algún lugar y era de noche, corríamos con ánimo de admirar y de saber más sobre estos lampiones. De esta forma fue como llegamos a saber que las hembras están desprovistas de alas, mientras que los machos están dotados de ellas. Y que es la hembra la que brilla en la noche con el propósito de llamar la atención del macho y conseguir con ello que éste se acerque volando para fertilizarla.
Llegamos a la conclusión, Señor, después de observar detenidamente a las extrañas luminarias, que así como los sonidos que emiten o los olores que exhalan ciertos insectos atraen al sexo opuesto, la luz en esta clase de luciérnagas es la que se dedica a este oficio.
Nada calmaba más nuestros desasosiegos y miedos que la observación de aquellos ignis fatum que corrían por la noche por entre la selva como si fueran estrellas errantes.
Y nada fue más curioso para nosotros que observar como los naturales de aquel lindo y hermoso país cazaban a estos insectos durante la noche. Y cómo, una vez atrapados, los encerraban en pequeñas jaulas que ellos mismos confeccionaban con fuertes y finas fibras que obtenían de los troncos de las palmeras, y los alimentaban luego con pedazos de una caña que por allí crece cuyo sabor es más dulce que la miel. Obrando de esta forma, Señor, las mujeres siempre tenían un adorno que ponerse por la noche. Los tomaban de la jaula y, para no dañarlos, les pasaban un delgado palito por entre el corselete que estos gusanos tienen en la barriga en forma de callo, y los prendían luego a sus cabellos delicadamente.
Sin otro particular y siendo mi deseo que esta carta tenga la facultad de arrancaros una sonrisa aunque sea muy pequeña, queda siempre a vuestro servicio: Juan Ruiz, piloto de segunda clase que tuvo el alto honor de servir en la armada de su Majestad el Emperador Carlos, cuya vida guarde Dios muchos años.
Dado en Palos de Moguer, siendo el día 12 de marzo del año del Señor de 1557