RITOS FUNERARIOS DE
LA ORDEN DEL TEMPLO DE SALOMÓN
La descripción que en este artículo se da a conocer sobre los ritos funerarios que la Orden del Templo de Salomón tenían la costumbre de celebrar ha sido sacada de múltiples y diferentes documentos, pues como nadie ignora, nunca la Orden dio a conocer ni escribió un manual funerario propiamente dicho. Por ello ha sido por lo que he tenido que ir escudriñando epístolas, documentos y otros escritos templarios que, entre todos, me han llevado a confeccionar, si no un manual funerario completo, sí un compendio bastante exhaustivo de esta fúnebre ceremonia. Los documentos han sido vistos y, a veces fotocopiados, en el Archivo de la Corona de Aragón; Archivo Histórico Nacional; Archivo Histórico Provincial de Sevilla; de Murcia, de Soria y de Jaén. Y todo ello, como es de suponer, me ha llevado un considerable número de años. Por ello, aunque usted por haber llegado aquí usando la intuición no tiene absolutamente ningún límite para utilizar esta información, sí le rogaría de hacerlo que citase las fuentes de procedencia y el nombre del autor.
En un principio, los templarios, no poseían capillas ni campos santos propios para enterrar a sus muertos. Solían escuchar el oficio divino en las ermitas o parroquias más próximas a sus encomiendas y enterraban a sus muertos en las inmediaciones de éstas, en lugares no muy grandes que los obispos de las diócesis les concedían sola y exclusivamente para el acto de dar cristiana sepultura a sus difuntos. Como quiera que estos campos santos no tenían ni podían tener el aislamiento que ellos necesitaban para cumplir un ritual acorde con sus tendencias religiosas, enterraban a sus muertos bajo el ritual normal, es decir, tal y como todos los demás cristianos.
El ritual funerario propio de los templarios comienza el día 29 de marzo del año del Señor de 1139 en que por bula del papa Inocencio II se les concede a los del Templo la facultad de tener capellanes dentro de sus encomiendas, así como de disfrutar de sus propias iglesias o capillas, que podían ser construidas por ellos dentro de sus conventos o posesiones.
El acto funerario de los templarios se desarrollaba de la siguiente forma: En el interior del cementerio, excepto la parte de la guarnición que se había quedado a cargo de la seguridad del castillo y de sus posesiones, todos los demás caballeros y servidores se hallaban presentes.
Las diversas compañías, marcialmente formadas y mandadas cada una por sus respectivos capitanes, eran cuidadosamente distribuidas para que formaran un cuadrado perfecto. El cuadrado simbolizaba, para los templarios, la tierra cuyo cielo formaba sobre ella una cúpula circular. Era la forma clásica de crear sobre el acto fúnebre que estaba a punto de comenzar un templo inmaterial donde Dios estaba presente y los ángeles del cielo volaban libremente a través de la luz, del viento o de cualquier otro fenómeno atmosférico que durante el acto pudiera hacerse presente.
En la cabecera que formaba el cuadrado, se hallaba el maestre, los comendadores y los visitadores de la orden. Delante de ellos, sentados en banquetas de madera, se encontraban los enfermos, los heridos y los ancianos.
La ceremonia era llevada a cabo por el capellán que el obispado le había asignado a ese convento o encomienda. Hay que recordar que estos capellanes juraban, en el acto de aceptación, guardar secreto de todo aquello que los maestres prohibiesen divulgar. El capellán era ayudado por un hermano sirviente que hacia de acólito llevando el agua bendita, otro portando la cruz y, en medio de estos dos, un ceroferario llevando en su mano derecha un candelabro de siete brazos y en la izquierda un cirio de regular tamaño, ambos encendidos. Tras de éstos, varios hermanos sirvientes con libros abiertos.
El candelabro de siete brazos es uno de los símbolos más antiguos de la religión judía y aparece como algo hermético en el Antiguo Testamento. En Éxodo, capítulo XXV, versículos del 31 al 39, se dice:
«Harás un candelabro de oro puro, labrado a martillo. Su pie, su tronco, sus copas, sus globos y sus flores procederán de sí mismo. Y seis brazos saldrán de sus lados; tres brazos de un lado y tres del otro. El primer brazo tendrá tres cálices en forma de flor de almendro, con sus capullos y sus flores, y el segundo brazo tendrá también tres cálices a modo de flor de almendro, con sus capullos y sus flores. Después fabricarás en número de siete las lámparas que deben guarnecer el candelabro y las dispondrás de forma que proyecten claridad frente a él. Sus despabiladeras y platillos serán de oro puro. Emplearás un talento de oro puro para el candelabro y todos sus accesorios, y hazlo según el modelo que se te ha mostrado…»
El simbolismo de este candelabro, y por ello era portado en los entierros templarios confeccionado a modo y forma que decía el Éxodo, era, en primer lugar porque habiendo sido realizado en el desierto —según dice el texto de la Toráh—, llevado más tarde al santuario de Shilo, y posteriormente al templo de Jerusalén mandado edificar por el rey Salomón, simbolizaba el árbol de la vida eterna con las ramas floridas de un almendro, que alcanzaban al fin los muertos que morían por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo.
El simbolismo de la flor de almendro, según el pasaje bíblico del profeta Jeremías, es la siguiente: ¿Qué ves? —le pregunta Dios. Y Jeremías responde: «veo una rama florecida de almendro». El Señor entonces concluye diciendo: «Has visto bien. Porque así soy yo. Me atengo a mi palabra para así, realizarla con prontitud». Semejante afirmación supone la identificación de Dios con la flor del almendro, cuya aparición anuncia el renacer de la primavera, mientras el resto de la naturaleza permanece dormida. Dios, a semejanza de la flor del almendro, es el primero que trae consigo la luz, el calor y la vida eterna.
Los siete brazos recordaban a Juan el evangelista cuando en el Apoc. 3. 1 dice:
«Et angelo ecclesiae Sardis scribe haec dicit qui habet septem spiritus Dei et septem stellas scio opera tua quia nomen habes quod vivas et mortuus es», que como tú muy bien sabes, quiere decir: «Escribe el ángel de la iglesia en Sardis: El que tiene los siete Espíritus de Dios y las siete estrellas te dice estas cosas: Yo conozco tus obras, parece que estás vivo, pero estás muerto».
Para comprender un poco mejor el simbolismo del SIETE, y por qué ellos lo habían adoptado precisamente en los actos funerarios, tendremos que recurrir a la regla:
III. Que se ha de hacer con los Hermanos difuntos
Cuando alguno de los Hermanos muriere, que la muerte a nadie perdona ni se escapa de ella nadie, mandamos que con los clérigos y capellanes, que sirven a Dios sumo Sacerdote caritativamente en nuestra casa, que con ellos ofrezcáis con pureza de ánimo el oficio a Misa solemne a Jesucristo, por su alma; y los Hermanos que allí estuvieseis pernoctando en oración por el alma de dicho difunto, rezareis cien Paternoster hasta el día séptimo, que se han de contar desde el día de la muerte, o desde el día en que se supiese, con fraternal observancia, porque el número de siete es número de perfección. Y todavía os suplicamos con Divina caridad, y os mandamos con pastoral autoridad, que así como cada día se le daba a nuestro Hermano lo necesario para comer y sustentarse, que esto mismo se le dé en comida y bebida a un pobre, hasta los cuarenta días.
El simbolismo del cirio era entonces y sigue siendo hoy, la presencia en el lugar donde éste se llevaba encendido de Cristo resucitado, como luz y muestra del resucitar de los muertos que habían dado la vida por cristo.
El capellán, tomaba el aspersorio de manos del acólito, y asperjaba agua bendita sobre los cadáveres de la siguiente manera: la primera hacia los pies; la segunda, al medio; y la tercera y última, hacia la cabeza.
Luego, volviéndose hacia la gran cruz de madera que sostenía el hermano sirviente, hacía una genuflexión ante ella, y seguidamente comenzaba a bendecir las abiertas tumbas y la tierra que las circundaba, mientras decía en latín: «Bendito aquel que vuelve a la tierra de la que fue creado, porque él será revestido, a semejanza de Dios, de Justicia y de santidad verdadera».
Terminado el acto de bendición, el capellán y los los acompañantes comenzaban a cantar el Salmo 129, el que comienza diciendo: «De profundis clamavi ad te, Domine: Domine, exaudi vocem meam...», es decir, «Desde lo más profundo te invoco, Señor: Oye, Señor mi voz...»
Completado este acto, el maestre, ordenaba al corneta tocar atención, y levantando después la voz cuanto podía, declaraba:
—Por la autoridad que me ha sido conferida, mando con pastoral autoridad, que así como cada día se le daba a nuestros hermanos lo necesario para comer y sustentarse, que esto mismo se le dé en comida y bebida a diecisiete pobres durante cuarenta días y cuarenta noches.
—Así se hará, señor —contestaban al unísono todos los hombres presentes—. De entre todos los menesterosos, elegiremos a los más necesitados. A los mancos, a los ciegos y a los cojos, tal como nos manda Nuestro Señor Jesucristo.
—¿Por qué hacemos esto? —preguntaba el maestre.
—Porque el Señor mismo descenderá del cielo con aclamaciones, con voz de arcángel y con trompeta; y los que hayan dado la vida por Cristo resucitarán primero.
Acabado de decir lo anterior, los templarios allí presentes, llevando la mano derecha abierta a la altura de su pecho, sin llegar a tocarlo, con la palma mirando hacia su hábito, la cerraban primero y la abrían después hasta tres veces seguidas. Era la forma de despedirse de los difuntos a través de un lenguaje manual que sólo ellos conocían, con el cristiano propósito de respetar el silencio que todo hombre debe a la paz de los muertos.
Después, todos los presentes rezaban la siguiente oración en latín:
Ponemos en vuestras manos Señor, el ser que nos habéis dado; este ser que ha de cesar por la muerte en el mismo instante que Vos lo dispongáis. Aceptamos desde ahora esta muerte con sumisión y espíritu de humildad, en unión de la que sufrió nuestro Señor Jesucristo; y esperamos que con esta aceptación merezcamos vuestra misericordia para salir felizmente de ese paso tan terrible. Deseamos, ¡oh Dios nuestro!, haceros por nuestra muerte un sacrificio de nosotros mismo, rindiendo así el debido homenaje a la grandeza de vuestro ser por la destrucción del nuestro. Y con esta esperanza aceptamos gustoso todo lo que tiene el campo de batalla de horrible. Consentimos, ¡oh Dios nuestro!, en la separación del alma de nuestro cuerpo, en castigo de lo que por nuestros pecados nos ha separado de Vos. Aceptamos, Señor, que nuestro cuerpo sea escondido en la tierra y pisado para castigar el miedo que a veces hemos tenido al enfrentarnos a vuestros enemigos: aceptamos la soledad y horror del sepulcro, para reparar las críticas que hayamos pronunciado contra nuestros superiores: aceptamos, en fin, la reducción de nuestro cuerpo a polvo y ceniza, y que sea pasto de los gusanos, en castigo del amor que le tenemos a la vida. Reparad Vos las injurias que os hemos hecho, destruid estos cuerpos de pecado, estos enemigos de Jesús, estos miembros de iniquidad que a veces se han negado a matar a un enemigo... A todo nos sujetamos, ¡oh Dios nuestro!, como también a la sentencia que vuestra divina justicia quiera dar a nuestra alma en el momento de nuestra muerte. Amén.
Luego, aunque muy pocos y a veces ninguno de ellos hablaban o escribían el ARAMEO, todos ellos sabían orar el Padre Nuestro en esta lengua por haberlo aprendido a pronunciar mientras estuvieron en Jerusalén, tal como enseñó primero y rezó después Nuestro Señor Jesucristo en el huerto de Los Olivos, mientras sudaba sangre y se preparaba para morir:
a-vi-nu shi-bá-ma-yim
Padre nuestro, que estás en el cielo,
yit-ka-dash she-mei-ca
santificado sea tu Nombre.
ta-vo mal-ku-tey-ca
Venga tu Reino,
ye-a-seh re-tzon-ca
hágase Señor tu voluntad,
ki-mo ba-sha-ma-yim kein ba-aretz
así en la tierra, como en el cielo.
et le-kem hu-kei-un ten la-un ha-yom
Danos hoy nuestro pan cotidiano
us-lak la-nu et ko-vo-tey-un
y perdónanos nuestras deudas
ke a-sher so-lak-nu-gam a-nak-nu-li ja-ya-vei-un
así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores
vih-al ti-vi-ay-nu li yi-dei nai-sa-yon
no nos dejes caer en tentación
kee im jal-tzey-nu-min ja-ra.
y líbranos de todo mal.
Ämïn.
Amén
Terminada esta ceremonia, y ya desde aquel mismo día, tal como les ordenaba el capítulo III de la Regla que he dado a conocer, se comenzaba a celebrar —ya en la iglesia o capilla del convento— una misa solemne por el alma del difunto. Misa que era celebrada durante SIETE días.
Hago hincapié en lo de «ya en la iglesia o capilla del convento» porque, aunque las misas se oficiaban dentro de la iglesia o capilla, los actos funerarios, por el contrario, se llevaron a cabo siempre en el Campo Santo —al aire libre—, y nunca dentro de la iglesia. Y esto se hacía así porque tal como se dice en 1Tes. 4.17:
«Nosotros, los que hemos quedado con vida, seremos algún día unidos con ellos en las nubes, para encontrarnos así con el Señor en el aire; y así estaremos siempre junto a ellos y con el Señor».
Fuentes de información a citar en caso de que este artículo sea reproducido parcial o totalmente:
Autor: Antonio Galera Gracia
Procedencia: La ciencia oculta de los viejos templarios – Antonio Galera Gracia – AKRON 2009