NOTA. El hecho de que la cruz de Caravaca estuviera en un lugar fronterizo y custodiada por los caballeros del Temple, fue el origen de que adquiriese desde el principio de los tiempos una fama de milagrosa que se extendió por toda la frontera de ambos lados y por todos los reinos cristianos de aquella época. Los milagros que a continuación te describo, como podrás comprobar, pertenecen más que a la historia a la inclinación del hombre de aquella época a relacionar fácilmente cualquier acontecimiento por singular que fuese con la intervención directa de la Cruz, de ahí la proliferación y abundancia de milagros que se le atribuyen a la reliquia.
1.- Había una mujer que habitaba en la montaña, que llevaba una vida de recato ejemplar. Ella deseaba saber cuántas fueron las llagas que Cristo había recibido en su sagrado cuerpo y pidió a la Cruz de Caravaca con mucha devoción que se lo revelase. Cierto día escucho una voz muy dulce que le decía: «Has de saber que las llagas que recibí en mi cuerpo fueron cinco mil cuatrocientas cincuenta y cinco, por lo que te digo que todo el que rezare en memoria de ellas, quince padrenuestros y Avemarías por espacio de un año, sacara quince animas del purgatorio y se le remitirá la penitencia que debía ser de otros pecados mortales; además obtendrá la gracia y la confirmación de las buenas obras. Y asimismo a quien rezare un año entero las oraciones, le daré quince días antes mi cuerpo a comer, y no tendrá sed; le pondré delante la señal de la cruz, que le servirá de guarda y defensa y le asistiré con mi Madre Santísima en la hora de la muerte, recibiré su alma benignamente, la llevare a los placeres eternos y cuando la lleve le daré de beber la Divinidad; y a quien tuviere dolor y contrición de sus pecados, cumpliendo este rezo por espacio de un año, se los perdonare todos desde que nació hasta la muerte, y le librare del poder del demonio y de su tentación; siendo malo sé volverá bueno y continuamente guardare su alma de las penas del infierno y lo que pidiere a mi Madre Santísima, sé lo daré, dándole la vida para ir a vivir a mi reino a fin de morar conmigo eternamente».
2.- En la batalla del puerto del Conejo (actual Cañada de la Cruz) los cristianos cortaron el avance de los musulmanes y los vencieron gracias a la intervención de la Cruz que se les apareció en lo alto, dando ánimos a los cristianos.
3.- Enterados los soldados de Caravaca de los árabes han entrado en territorio cristiano y ya han conquistado y saqueado Cieza, las tropas cristianas se reúnen en Caravaca y piden la protección de la Cruz, hacen solemne función en su real capilla y se les da a los soldados la Cruz para que la besen. Una vez que el ejército se encuentra en las inmediaciones del Campillo de los caballeros (a 20 kilómetros de Caravaca), el ejército cristiano implora de nuevo la protección de la Cruz que, al momento, se aparece en el aire, como señal de triunfo. El gran rey de Granada Muley-Hacén, es vencido.
4.- Defiende la tradición que la popular fiesta denominada “los caballeros del vino” proviene de la época templaria y de un acontecimiento acaecido en el pueblo, cuando la morisma sitió la plaza de la localidad. Comoquiera que el tiempo pasaba y no se iban los soldados, las aguas del aljibe empezaron a descomponerse, de tal modo que una epidemia era lo menos que se podía esperar. Los freiles del templo no lo pensaron mucho, salieron del castillo a caballo y atravesaron todo el cerco para llegar a un sitio denominado “el Campillo”, lugar en el que llenaron de vino todos aquellos pellejos que se vieron capaces de transportar para, después abrirse paso de mala manera entre los asediadores. Lo que sucedió después lo relata Juan G. Atienza en su Guía de la España mágica: “... Regresaron con los sitiados, bañaron en vino la santa reliquia y se lo dieron de beber a los sitiados, que así calmaron su sed y recuperaron las fuerzas que necesitaban para sostener la defensa...”. Lo que no cuenta aquí Juan G, Atienza, es que la leyenda dice que conformándose los caballeros con lo que los caballeros habían traído, llenaron un pequeño tonel de vino para beber, y el sacerdote lo bendijo por el método de sumergir la cruz dentro del líquido. Luego repartieron el vino y ¡milagro! Nadie se emborrachó ni se sintió mareado porque, aunque sabía y olía como el vino, se comportaba como el agua. Es decir, el vino se convirtió en agua. En recuerdo de todo ello, se desarrollan dos fiestas, en la primera es de destacar una carrera de caballos que tiene lugar en la cuesta del castillo, así como la bendición del vino y las flores. La reliquia es sumergida por el capellán del santuario de Caravaca, en el vino, para luego rociar las flores con éste, que son tomadas, con posterioridad por los fieles que aguardan largas colas para poder llevarse una a su casa. La segunda es la conocida como «Baño de la Cruz», en ella La Sagrada Reliquia es sumergida en las aguas que riegan una extensa y rica vega que se extiende a los pies del Santuario. Es un acto sencillo, pero con un gran contenido simbólico y lleno de fervor popular. Durante este acto, cientos de manos entran en contacto con las aguas intentando recibir el don de la curación para aquella dolencia que les aqueja. Es costumbre empapar un pañuelo en estas aguas bendecidas para luego llevarlo a personas cuya enfermedad u otros motivos les impidieron estar presentes o, simplemente, para guardarlo hasta el año siguiente. Tras largos años de haber venido celebrando este rito religioso, ha quedado una larga lista de personas que han sanado al tener contacto con el agua.
5.- La reliquia ya había sido robada en otras ocasiones, pero cuantas veces fue sustraída, volvía a encontrarse milagrosamente en el mismo lugar donde apareció por primera vez. Una de las veces fue robada por un pastor que se internó en el monte llevando en el zurrón la cruz. Perseguido por los vecinos, fue encontrado, y al serle registrado el zurrón, ante el asombro de todos, la cruz que momentos antes tenía dentro de él, no se encontraba. El zurrón estaba completamente vació. Dicen que cuando volvían con el pastor hacia la ciudad, se encontraron con otro grupo de vecinos que habían salido a decirles que la cruz había aparecido y..., ¡cosa extraña!, existe la coincidencia de que la cruz apareció bajo la ventana por donde había sido traída siglos antes por los ángeles, a la misma hora en que el pastor había sido detenido por los vecinos.
6.- Cuenta Rafael Alarcón en su obra titulada: «La otra España del Temple» que, entre las milagrosas intervenciones del Lignum crucis de Caravaca, figuran los rescates de cautivos presos en tierras de moros, siendo el más espectacular el acontecido a Pedro Ruiz de Alarcón quien, cautivo en tierras de moros, según la leyenda popular, se encomendaba cada noche a la Vera Cruz de Caravaca, de quien era muy devoto. En una de estas ocasiones, mientras oraba se le apreció una imagen luminosa de la Santa Vera Cruz, y mientras contemplaba extasiado la aparición, fue transportado a su tierra; de modo que cuando salió de la mística contemplación se encontró libre y entre sus alborozados parientes.
7.- En el año 1630, cuando el platero murciano Luis de Córdoba quiso tomar medidas del Lignum Crucis para hacerle una caja, observó maravillado cómo la madera crecía o menguaba de tamaño, impidiéndole de esta forma que pudiese tomar las medidas que necesitaba para confeccionar el mencionado estuche.
Éstos y otros muchos milagros le son atribuidos a la Cruz de Caravaca, además, claro está, del que dio origen a la aparición de la mencionada Cruz, que suponga ya conoces.
La leyenda que hoy os voy a contar no tiene otra fuente de autoridad histórica que la que el pueblo le ha ido dando al transmitirla de boca en boca.
Dicen que el primer campanero que entró a desempeñar este noble cargo en la catedral de Murcia, se llamaba Diego Alba. Que era un mocetón de unos 27 años de edad, y que le gustaba tanto el vino que a la hora de tomarlo no hacía diferencia entre rosado, tinto o blanco; joven, suave o afrutado.
Sigue diciéndonos la leyenda que sus padres, al ver que no le podían sacar punta porque demostraba más disposición para las juergas que para el estudio o que para el trabajo, decidieron llevarlo al convento de los padres dominicos. Pensando, muy acertadamente, que si estos santos varones no podían enderezarlo, no habría ya fuerza humana que fuese capaz de hacerlo. Y esto era así porque los dominicos, en aquellos tiempos, por la austeridad de sus costumbres, por su ilustración y por su ciencia, se habían conquistado una especie de supremacía sobre las otras órdenes religiosas. Los teólogos más eminentes y los más distinguidos predicadores pertenecían a esta comunidad, y de sus congregaciones salieron hombres verdaderamente ilustres.
Los padres dominicos hicieron humanamente todo lo que estaba en sus manos y un poquito más para disciplinar al muchacho. Le hablaron de Dios, del futuro, del prójimo, de sus ancianos padres y del infierno donde iría a parar si no cambiaba de actitud ante la vida, pero no consiguieron nada. El discípulo seguía comiendo todo lo que podía escamotear de la cocina, levantándose por la noche para asaltar la bodega y haciendo todo lo que le venía en gana sin importarle en lo más mínimo el estudio, la religión o las reglas.
Un día, advirtiendo los frailes que educar a aquel tarambana era poco menos que predicar en el desierto, decidieron expulsarlo. Pero el interno, al percatarse de ello, cambió radicalmente de actitud y comenzó a tratar a sus educadores con mucho amor y mucha lisonja. El mozo era torpe y duro de mollera, pero había desarrollado la sabiduría del incompetente, que es aquella que toca al corazón y los buenos sentimientos de quienes nos quieren atacar porque son más fuertes que nosotros, para que por compasión dejen de hacerlo y podamos así vencerlos.
El alumno había aprendido de sus maestros, entre todas las buenas cosas que intentaron enseñarle, lo único que necesitaba para seguir sobreviviendo: que el cristiano que aspire a la gloria eterna ha de saber alabar a los santos y elogiar a sus superiores, ya que escuchar piropos ajenos es gratísimo no sólo para oídos humanos sino también para los divinos.
Y tanto aduló a sus superiores, y tanto les lloró; y tanto se dolió ante ellos de sus debilidades humanas y de sus quebrantos satánicos, que al fin convinieron los religiosos en darle de baja en la orden y proporcionarle el elevado cargo de campanero de la torre de la catedral que recién habían terminado de construir. Estamos hablando, pues, del año 1794, ya que la torre se comenzó a construir en 1521 y, después de varias interrupciones que tuvieron como objeto que los sillares fuesen asentando, se terminó en 1794.
Este cargo estaba dotado de dos zagales subalternos que ayudaban al campanero durante el día. El empleo no era, pues, nada despreciable, cuando el que lo ejercía, además de seis reales de sueldo, casa y comida gratis, tenía bajo su dependencia gente a quien mandar. Pero nada de esto se daba de balde. En este empleo había que trabajar muy duro, pues si hubo en Murcia un oficio que reclamara actividad y desvelo, ese fue el puesto de campanero de la catedral. Mucho más en aquellos primeros tiempos en los que abundaban las fiestas religiosas, sobrevenían grandes riadas y, por si fuese poco, existían grandes epidemias cuyos muertos había que anunciar repicando las campanas. También se debían de notificar las horas, las medias y los cuartos; las bodas y los bautizos; y se echaban las campanas al vuelo cuando llegaba a la ciudad algún dignatario de la iglesia o algún noble señor.
Diego Alba, el campanero de la catedral, a pesar de haber conseguido, gracias al arte de la lisonja, un oficio bien remunerado con gente para mandar —un trabajo que hubiera sido el sueño de cualquier murciano sensato—, siguió bebiendo sin tope y sin medida. De día podía el hombre permitirse el lujo de dormir la tajada porque disponía de dos subalternos, pero de noche no, porque en cuanto caía la tarde se quedaba completamente solo. Y así fue como, no fue una, sino muchas las noches que permanecieron en el más profundo de los silencios; ni horas, ni medias, ni cuartos de hora se oyeron en la ciudad... La gente estaba indignada, y con toda la razón. Porque sin conocer la hora, ni el huertano sabía cuando tenía que levantarse, ni el señor cuando acostarse, ni el cura cuando comenzar la misa, ni el lechero cuando ordeñar... El oficio de campanero reclamaba los cinco sentidos porque la ciudad entera dependía de la rectitud, sensatez y puntualidad del empleado que lo ejercía. Aunque, si este oficio demandaba seriedad y desvelos, no es menos cierto que no estaba exento de peligros...
Y así fue como lo que tenía que suceder sucedió. Una noche, el campanero subió a la torre para anunciar una novena en honor de San Fulgencio. Había que voltear la campana que lleva por nombre Bárbara, que es campana de volteo, mientras que tirando de unas sogas se hacían repicar las campanas Pilar, que es la más pequeña de las cuatro grandes, ya que tiene un diámetro de un metro cincuenta centímetros, y la que siempre se ha llamado Águeda, que es la más grande de las cuatro, pues tiene un diámetro de dos metros veinte centímetros y pesa cuatro toneladas y media... Pues, como decía, en una de estas vueltas, el campanero, que por los efectos del vino no podía mantenerse quieto, fue cogido por las aspas de la campana que estaba volteando y salió volando por el aire como si tuviera alas, y atravesando la tronera que da albergue a la campana que lleva por nombre Concepción, no paró de revolotear hasta estrellarse en uno de los tejados de las cuatro casas que se hallaban entonces en la que hoy conocemos como la calle Oliver.
La novena no llegó a celebrarse. La gente que había ido con el piadoso ánimo de asistir a ella, se agolpó en la mencionada calle para observar de cerca el difícil rescate del cadáver del campanero, y sobre el incidente hubo toda clase de comentarios maléficos. Sin faltar una vieja que dijo que ella había visto bajar al campanero volando a lomos del diablo.
Uno de los asistentes, un hombre de unos cuarenta años de edad, de escasa talla,
más delgado que un suspiro y bronceado por los rayos del sol que todos los días
calientan la huerta murciana, que ganaba el pan de cada mañana manejando una
azada como peón de quien quería darle trabajo. Un desafortunado que echaba los
bofes trabajando más de doce horas diarias para adquirir un salario de risa que
sólo le daba para ir pasando la vida a tragos, y que era conocido con el apodo
de: «el listo», con una voz muy potente para hacerse oír de todos los
asistentes, dijo: «Avecinaos, esto no ha sio cosa del dimonio sino del vino.
Poique el vino más güeno, pa´l que no sabe mearlo es un veneno».
Y, desde entonces, este dicho que la gente de Murcia convirtió en refrán, ha perdurado hasta nuestros días.
Yo, Ceit Abu-Ceit que fui Rey potentísimo de toda la morisma de Mursin y Qarabaka, escribo de mi puño y letra el portentoso suceso de la aparición de la Santa Vera-Cruz.
No me queda mucho tiempo de vida. Mañana, al amanecer, seré decapitado por el verdugo del ilegítimo rey que hoy vive en mi fortaleza. Fui juzgado por fanáticos jueces que me odiaban por haber encontrado la verdad en la religión de Jesucristo y por haber vivido mis últimos años en paz y concordia con todos los reyes cristianos.
He sido condenado a muerte por apóstata, pero ellos están equivocados.
No tengo miedo, estoy tranquilo, y en cierto modo contento. Rezo todos los días a nuestro Señor Jesucristo porque sé que muy pronto estaré con Él en su Reino.
Todo lo que estoy escribiendo es para mayor gloria de Dios, y para que quede constancia del milagroso hecho que yo presencié. Y lo hago a oscuras, a escondidas, cuando nadie me ve.
Cuando termine de narrar este glorioso pasaje de mi vida, esconderé estos pergaminos que son de cordero nonato dentro de un agujero que yo mismo he ido haciendo poco a poco tras de una piedra que se movía en la pared de este lúgubre calabozo. Los pergaminos me los trajo mi carcelero a cambio de un hermoso y rico medallón que yo todavía conservaba escondido entre los pliegues de mi ropa. El medallón es de oro y lleva por una cara la efigie de Jesús, y por la otra la hermosa imagen de la Virgen del Carmen. Hubiera guardado de buena gana esta reliquia, porque como buen cristiano sé que todo aquél que muere con un escapulario no padece las penas del infierno; pero es más importante para mí dejar constancia de la existencia de un milagro que alaba a Dios, que mi propia seguridad o egoísmo.
Hoy es día tres de octubre del año de gracia de mil doscientos treinta del calendario cristiano.
Para que los que estos escritos encuentren y puedan leer en el futuro, quiero hacer, antes de comenzar a describir el santísimo milagro, una breve reseña de cómo llegue a esta prisión en la que ahora me encuentro privado de libertad, de todos mis derechos reales y ya próximo a la muerte: después de la imborrable batalla de las Navas de Tolosa, año de mil doscientos doce del calendario cristiano, mediante la cual fueron derrotados muchos musulmanes y mi tío el gran Rey Ceit-Abuceit Mohamed el Nacir fue obligado por las tropas cristianas a buscar refugio en las costas africanas, muchos de sus soldados vinieron a buscar vivienda en mi segura fortaleza, y a ofrecerme la lealtad que tantos años habían profesado a mi tío. Mi fortaleza se encontraba, se encuentra aunque ya no es mi fortaleza, situada al pie de uno de los más altos cerros que hay en la villa. Bajo ella se abre a la vista una agradable y pintoresca vega de nueve mil varas de longitud y tres mil quinientas de latitud, que está bañada por un río que nosotros llamamos Argos.
Cuando mi abuelo se apoderó de está villa, al poco tiempo de ser conquistada Hispania por las tropas musulmanas, yo aún no había nacido. Mi abuelo le puso el nombre de: Carie-acat-Tadmir, que quiere decir en cristiano: La Fortaleza de Theodomiro, que así se llamaba mi tatarabuelo. Mi padre la heredó de mi abuelo y yo de mi padre.
Cuando yo heredé este reino y me proclamé Rey, encontré entre las muchas ruinas romanas que bajo el suelo de mi fortaleza había, una hermosa lápida de mármol en cuya cara estaba esculpido el primitivo nombre de la villa que yo había hecho proclamar como capital de mi reino. El nombre era: Chara Baca, que los sabios de mi corte dijeron que significaba en lengua latina: campo de frutos pequeños. Y como vi que era verdad, ya que la ciudad era rica en olivos, almendros, nísperos, moras, nogales y frondosas parras con racimos de uva de todas clases y colores, hice llamar a la capital de mi reino Qarabaka, que es la mejor y más fácil manera de pronunciar ese nombre en árabe.
Todo iba muy bien en mi reino. Hasta que un día, concretamente el día quince de septiembre del año de mil doscientos trece del calendario cristiano, un día después de haber mandado esculpir sobre la pared que sostiene la ventana por donde entraron los ángeles portadores de la Cruz el tercer mensaje conmemorativo de mi gloriosa conversión, mi primo Abu Ceit-Allah Muhammad Ibn Hud, quince años más joven que yo, hombre de toda mi confianza y valeroso coronel de mis ejércitos, al ver que por designio de los ángeles de Jesús yo dejaba la religión de mis padres y me convertía al cristianismo, abandonó mi reino acompañado de cincuenta hombres de su confianza que también decidieron dejar de servirme por creerme apóstata. Ibn Hud, mi primo, hijo de la hermana del rey de Zaragoza y de un general de sus ejércitos, se fue maldiciéndome y diciéndome que: "todo el que reniega de la verdadera fe está llamado a ser esclavo o preso, porque no hay más Dios que Alá ni más apóstol que Mahoma, su profeta". Me dijo asimismo que no descansaría hasta vencer a todos los que, como yo, habían renegado de la fe y de las enseñanzas del profeta. No tomé yo, por entonces, muy en serio sus amenazas. Creí que era una rabieta de un joven malcriado, porque en realidad era, o yo creía que lo era, un hombre noble, valeroso, bueno, en cierto modo fiel, formal, tranquilo y siempre optimista; aunque tengo que decir, que de decisiones rápidas.
Hice mal, como pude comprobar más tarde, en no tomar en serio sus amenazas, porque mientras que yo rezaba y pedía a Dios por mi primo, él se dedicaba a reunir un gran ejército de fanáticos y aventureros ansiosos de recuperar la unificación de la fe y ávidos de grandes botines.
Cinco años más tarde, el día doce de marzo de mil doscientos dieciocho del calendario cristiano, Ibn Hud, se presentó ante las inmediaciones de mi fortaleza respaldado por una guarnición de quinientos hombres. No se acercaron al castillo ni se dejaron ver hasta que se hizo de noche. Entonces, escalaron las murallas con una escala de cuerda y degollaron a todos los centinelas que estaban de guardia. Al ser nosotros sorprendidos en pleno sueño no pudimos responder a tan cobarde ataque. Naturalmente no esperábamos que nadie nos atacara, ya que en aquellos tiempos los musulmanes estaban completamente vencidos y dispersos, y entre todos los reyes cristianos y mi reino, reinaba una gran tranquilidad y un gran entendimiento nacido de treguas y alianzas que yo tenía que pagar a muy alto precio. Yo y los hombres que aún quedaban vivos, nos refugiamos en la Torre Sanfiro,[1] y desde allí enviamos a un hombre que intentó descolgarse por la muralla para pedir socorro. Pero mi primo, Ibn Hud, que lo vio, mandó prender fuego a la puerta de la torre y todos los demás tuvimos que rendirnos.
Nadie, excepto yo, quedó vivo. Mi primo, Ibn Hud, había cambiado. Ya no era el hombre noble, bueno, fiel, formal y siempre optimista que yo había conocido y educado. Ahora era cruel y sanguinario. Por orden suya, decapitaron a mis oficiales; degollaron a mis soldados; atormentaron, hasta hacerles morir, a mis ministros; se divirtieron con las mujeres, les cortaron los pechos y después las mataron; y, por último, estrellaron a los niños contra los muros de la fortaleza. Todo ello ante mí, sabedores del dolor que la visión de tan terroríficos actos causaban en mi corazón.
Aquello fue el principio de una escala de terror, fanatismo y miedo. Con la promesa del restablecimiento de la unidad de Al-Andalus, Ibn Hud, fue poco a poco reclutando más y más hombres. Conquistó Murcin, Taybaliyya, Mulah, Muratalla, Socouos, Nerpe, Yeste, Catena, Lurqa, Miravet, Vulteyrola, Aznar, Balanah, Ceheginh, Uriyola, Ilsh, Ayyinh, Lacant y Balantalh.[2]
Ibn Hud, se proclamó Rey, sin tener linaje para serlo, el primero del Ramadan del año seiscientos veinticinco (cuatro de agosto de mil doscientos veintiocho del calendario cristiano).
He de reconocer, y que Dios me perdone por ello, que yo fui un irreconciliable enemigo de los cristianos. Confieso que yo también fui cruel y sanguinario. Maté, cautivé y privé de libertad a muchas personas, sobre todo cristianas. Nunca desprecié medio alguno para reírme de los que rezaban a Jesucristo, y derramé mi furor contra los prisioneros que se encomendaban a Él antes de ser ajusticiados por mis soldados.
Un día, con la idea de engrandecer y embellecer más mi palacio, di orden de que todos los cristianos cautivos trabajaran en sus oficios bajo las ordenes de mis maestros. Entre todos los cautivos se encontraba un bendito sacerdote de la Orden de Predicadores que decía ser de Cuenca y llamarse Chirinos, que había venido a las tierras de Qarabaka llevado por su amor a Dios y su celo por enseñar y predicar el Evangelio. Lo que le llevó a ser hecho preso por mis soldados y estar, por aquellos días, cautivo en estos mismos calabozos en los que hoy yo me encuentro.
Todos los días salía yo a inspeccionar las obras que los cristianos, bajo la dirección de mis maestros, estaban realizando. Pero un día observé que, mientras los demás cautivos trabajaban, había uno que estaba quieto y en actitud de oración constante. Entonces le pregunté que por qué no imitaba a sus compañeros trabajando en el oficio que supiera; a lo que él me contestó: que no podía complacerme porque no tenía cuanto necesitaba para hacer lo que él sabía hacer. Pues, según dijo, su oficio no era otro que el de celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Yo vi en aquella respuesta una ocasión única e irrepetible para poder, con algunos de mis ministros y consejeros, reírme a costa de aquél que yo creía entonces un tonto o un desgraciado. Y a tal efecto hice venir a uno de mis soldados para que se pusiera a la disposición de aquel cautivo y trajera todo lo que él necesitara para celebrar la Misa. El soldado fue buscando entre los diversos botines que de los cristianos teníamos en las arcas de mi reino, y proporcionó al sacerdote todo lo que necesitaba para celebrar la Santa Misa.
Al día siguiente, yo, con diez de mis ministros y veinte de mis consejeros, nos presentamos en la habitación donde el sacerdote iba a celebrar la misa con ánimo de mofarnos de él y de su liturgia que, entonces, creíamos era ridícula e ineficaz. El Padre Chirinos salió revestido con los ornamentos sagrados que el soldado le había proporcionado y se dirigió hacia el altar para celebrar el Santo Sacrificio. Mas cuando iba a dar principio, notó que faltaba para el acto lo más esencial: la Cruz del Redentor. Así que, de repente, se quedó parado. Entonces yo le pregunté que por qué no empezaba. Y él me respondió que la causa era debida a que el soldado no le había traido el elemento más necesario para la celebración de la Misa... Pero todavía no había acabado de decir estas palabras, cuando aparecieron milagrosamente por la claraboya en la que yo hice esculpir la reseña de la milagrosa aparición, dos ángeles que conducían una Cruz de dos brazos... ¿Es eso lo que necesitabais? —le pregunté, un poco asustado y muy maravillado por aquella celeste escena—. El sacerdote al oírme, alzó los ojos siguiendo mi dedo índice, y al ver aquel Sagrado Leño conducido por dos bellísimos ángeles celestes, con lágrimas en los ojos se adelantó a recibirlo con veneración de sus divinas y angelicales manos. Después, colocó el Sagrado Leño en el Altar, y celebró gozosamente la Misa.
Tengo que decir que, tanto a mí como a los que me acompañaban, nos conmovió tan palpable y milagroso hecho. Y convencidos de que semejante prodigio sólo podía ser obra del verdadero Dios, renunciamos todos a nuestras falsas creencias, y abrazamos la Religión Cristiana.
Y para perpetuar la memoria de ese maravilloso suceso, hice esculpir en las paredes de la estancia donde esto sucedió la inscripción de mi conversión que, a la vez, atestigua la verdad de la aparición de la Santísima Vera-Cruz.
En recuerdo de aquel maravilloso suceso y en memoria del Santo Padre Chirinos, quiero que mis últimas palabras escritas sean las que él mismo pronunció ante aquel Sagrado Leño, con las mismas lágrimas que entonces embargaron sus ojos y con la misma emoción que hoy inflama mi corazón: Dei gratia.
[1]Hoy, Torre Chacona.
[2]Murcia, Taibilla, Mula, Moratalla, Socovos, Nerpio, Yeste, Catena, Lorca, Miravetes, Bolteruela (posteriormente llamada: Puebla de don Fadríque), Iznar, Villena, Cehegín, Orihuela, Elche, Hellín, Alicante y Valencia.
Corría el año 1266. Yo tenía 29 años de edad y servía en la encomienda de Mombuey (Zamora). Por aquellas fechas fui reclutado por el maestre don Lope Sánchez para intervenir en la recuperación del reino de Murcia. Por todas estas tierras anduvimos guerreando junto a las tropas del rey, hasta que en junio del mismo año logramos que los mudéjares murcianos quedaran vencidos y a la entera disposición de don Alfonso X. El Rey don Alfonso, en pago de tan valiosos servicios, donó a la Orden del Temple, en la persona de don Lope Sánchez, esta bailía que hoy manda nuestro maestre don Juan Yáñez. Don Lope Sánchez eligió, de entre todos los que habíamos luchado por la recuperación del reino, cuarenta caballeros con sus correspondientes escuderos para que fuesen los primeros en habitar las encomiendas de Caravaca, Cehegín y Bullas y se hiciesen cargo de la organización de las mismas y de su demarcación territorial. Con la promesa de que antes de un mes serían mandados más caballeros, más armigueros y más sirvientes... Entre esos cuarenta caballeros, que fueron elegidos personalmente por el maestre don Lope Sánchez, estaba yo... Pues bien, un día, lo recuerdo como si fuera ayer, se presentó en la encomienda un joven de unos veintitrés años llamado Gonzalo González acompañado de su padre el marqués de Moratalla. El joven venía a ingresar como Caballero Templario, y el padre para recomendar a su hijo y testificar su nobleza.
Don Gonzalo González era, yo creo, demasiado bello para ser hombre, pero no de formas afeminadas. Era alto, fuerte, rubio y tenía unos ojos tan azules como el cielo sobre el mar. Con las armas era diestro, bravo y valiente; y en todas las batallas demostró siempre tener más temple que las espadas de Toledo. Era, además, listo e inteligente; tan listo e inteligente era, que nunca hubo en la encomienda templario alguno que pudiera ganarle a las tres en raya.
Un día, lo recuerdo aún más porque era el día en que se bendecía el vino de toda la comarca en la Encomienda de Caravaca, don Gonzalo González y yo fuimos llamados por el maestre, quien nos encomendó un delicado servicio: proteger y escoltar a cuatro monjas jerónimas que tenían que desplazarse hasta la localidad de Jumilla, y regresar después. Las religiosas ocupaban por aquellos días una casita pequeña y vieja que ellas habían apañado con mucha paciencia y no menos imaginación para que les sirviera de convento en la calle de Las Monjas. La calle de las monjas es la que está junto al camino real, muy cerca de nuestra encomienda.
El motivo por el que las monjas se desplazaban a Jumilla, autorizadas por el obispo, era porque tenían que hacerse cargo de unas propiedades que les habían sido notarialmente legadas por una piadosa dama, vieja y rica, que había fallecido un mes antes. Seis meses después de hacerse cargo de las propiedades que habían heredado, las hermanas dejaron el estrecho convento que hasta aquel momento habían estado habitando en Caravaca y se trasladaron al de Jumilla, sin demora ni remisión.
De las cuatro monjas que teníamos que escoltar, tres eran de velo negro y una de velo blanco. Como es natural, las monjas de velo negro cubrían sus rostros bajo el mismo, pero la de velo blanco no tenía por qué hacerlo porque no había hecho todavía la profesión solemne, aunque según nos manifestaron sus compañeras durante el viaje, le faltaba ya muy poco para comprometerse.
La monja de velo blanco, tenía un rostro tan bello y tan espiritual como debió de tenerlo el ángel de la anunciación. Y su cuerpo, bajo el negro hábito, se adivinaba voluptuoso, fresco y lleno de mil encantos sensuales... Las monjas que iban con ella no se daban cuenta, pero yo puedo decir que era un pecado sacar aquella joven monja a la calle. Porque los pensamientos de los más honestos se volvían desvergonzados a la sola visión de aquel cuerpo, y los ojos de los más castos se volvían indisciplinados, incontrolables y brillantes de lujuria cuando pasaba aquel templo... Don Gonzalo y yo quedamos, porque al fin y al cabo éramos hombres, prendados de aquella perfección de cara, de aquella lindura de cuerpo; y más tarde, cuando habló, de aquella dulzura de verbo. Ganas me dieron de preguntarle a la abadesa, si aquella monja era de carne y hueso o un ángel caído del firmamento. Bien hice en no preguntar nada, porque, a las pocas horas de nuestro acompañamiento, yo mismo pude darme cuenta que la monja de velo blanco era realmente de carne y hueso. Muy ciego debía yo de ser, y entonces veía como un lince, si no reparaba en que la bella monja había quedado, a su vez, prendada de la belleza y gallardía de don Gonzalo González.
Entre don Gonzalo González y doña María de Entenza, que así se llamaba la monja por ser hija de don Gombart de Entenza, rico y acaudalado caballero de origen catalán, que había administrado antes la demarcación territorial que hoy nosotros administramos, nació un amor incontenible y secreto... Un amor que fue haciéndose más fuerte y más deseado cuanto más crecían las dificultades de verse y más inalcanzable era por la condición de ambos.
Don Gonzalo estaba nervioso y desesperado. No dormía, no comía y apenas hablaba con nadie. Un día vino a mi encuentro y, llevándome a un solitario rincón de la encomienda, me dijo:
—Necesito vuestra ayuda, fray Santiago.
—¿Para qué? —le pregunté.
—Quiero que esta noche me ayudéis a sacar del convento a doña María de Entenza.
En aquellos tiempos yo era más fraile que soldado, y su proposición me sonó a sacrilegio. Por eso, intentando quitarle de la cabeza aquel desatino que se proponía llevar a cabo siendo más guiado por la inconsciencia que por la razón, le dije:
—¡Estáis loco! ¿Acaso queréis incumplir el voto de castidad que voluntariamente aceptasteis ante Nuestro Señor Jesucristo?
Y él me contestó:
—Llevo mucho tiempo meditándolo, fray Santiago. Me he dado cuenta, sobre todo a través de las Sagradas Escrituras, que la soltería y la castidad son buenas para aquellos que, o están cerrados al amor o no necesitan de él. Cuando yo ingresé en la Orden lo hice voluntariamente, y voluntariamente acepté y cumplí el voto de castidad. En aquél momento lo único que yo quería era amar a Dios, y si para amarlo mejor, tenía que ser casto, lo sería. Sin embargo, cuanto más lo amaba más vacío me sentía, porque lo amaba sin conocerlo, lo buscaba sin encontrarlo, lo llamaba sin obtener contestación y lo miraba sin verlo... Ahora, después de haber conocido a María, el amor arde tan fuertemente dentro de mí, que lo amo conociéndolo, lo miro y ya sé quién es, contesta a todas mis dudas y si lo busco lo encuentro..., Dios está en María, y me he dado cuenta que la única manera de amar a Dios es a través de María a la que veo, porque: «Quién no quiere al prójimo al que ve, no puede querer a Dios al que no ve.» Ambos hemos descubierto el cariño, e intuimos que mientras no seamos una sola carne no seremos plenamente felices en Dios. Nosotros hemos descubierto el amor en libertad, y en libertad queremos llevarlo a cabo. Sin embargo, parece ser que los impedimentos, los votos y las leyes de los hombres tienen más fuerza y más validez que la misma Palabra de Dios. María, al no haber hecho todavía su profesión solemne, puede dejar el convento cuando quiera, pero su padre se lo impide aduciendo que él hizo en nombre de ella promesa de desposarla con Dios. Así que, ante la cerrazón tanto por el padre de María como por mis superiores templarios de darnos a ella la autorización paterna y a mí la dispensa de los votos emitidos para unir nuestras vidas y vivir bajo la bendición de Dios plenamente nuestro amor, hemos decidido, voluntariamente, tomar lo que por boca de Dios nos pertenece y escaparnos esta noche...
—¿Y me pedís ayuda a mí? ¿Creéis que os la voy a prestar? Podéis condenaros si queréis, pero no me pidáis a mí que me condene con vos —le increpé duramente.
—Si os pido ayuda, fray Santiago, es porque sólo en vos confío. Y porque sois el único Caballero que puede comprender lo que yo siento, y guardar, en caso de que vuestra conciencia os impida ayudarme, el secreto de nuestras conversación —razonó don Gonzalo cariñosamente.
No le ayudé, pero tampoco denuncié sus intenciones. Don Gonzalo González debía de conocerme muy bien cuando me buscó para pedirme ayuda; ¡o quizás no!, porque si yo hubiese sido el amigo que él creía que yo era, no cabe duda que le hubiera ayudado. He tenido muchos momentos en mi vida para arrepentirme de aquello..., pero ésa ya es otra historia.
Al día siguiente, la noticia de que un monje templario había raptado a una religiosa, iba de boca en boca. El maestre, al mando de dos escuadras, salió personalmente a la búsqueda del perjuro templario que había incumplido sus votos y ensuciado el buen prestigio de la Orden, pero no encontró rastro de él ni de su amada.
Los hechos acaecidos se iban extendiendo cada vez más y más lejos, y la bola se iba haciendo cada día un poco mayor. Tanto fue así, que habiendo llegado la noticia, naturalmente desvirtuada y a veces hasta incluso ridiculizada, a oídos del obispo, no tuvo éste más remedio que tomar cartas en aquel desagradable asunto.
A los seis días del suceso, el obispo se presentó en la encomienda escoltado por dos escuadras de las tropas del rey destacadas en Murcia. Las tropas del rey en estrecha colaboración con las tropas de la Orden del Temple, reanudaron la búsqueda de don Gonzalo y de doña María, pero otra vez todo fue inútil. Parecía que la tierra se los había tragado.
El obispo, buen conocedor de la avaricia humana, ordenó escribir un bando y pregonarlo por todo el reino. En el bando se ofrecían cien maravedís a aquel o aquellos que dieran noticias que llevaran a la detención de don Gonzalo González y de doña María de Entenza.
A la mañana siguiente, muy temprano, un hombre se presentó en la encomienda, y denunció que don Gonzalo y doña María se encontraban viviendo en una casa que él mismo les había vendido junto a «las Fuentes de la Alquería de Qarabaka», que así era como se llamaban entonces las fuentes que tú dices que se llaman ahora «las Fuentes del Marqués».
El obispo iba al frente de las tropas que ipso facto salimos de la encomienda y nos dirigimos hacia las inmediaciones de «las Fuentes». El maestre llevaba dos escuadras, al mando de una de ellas iba yo; El capitán que había venido de Murcia escoltando al obispo llevaba otras dos escuadras. En total éramos veinte hombres: un maestre, dos caballeros y seis armigueros; un capitán, dos tenientes y seis soldados del rey; el obispo y el denunciante.
Don Gonzalo González, al ver su casa rodeada, salió de ella armado con su espada templaria y se puso ante la puerta de entrada.
—El que en mi casa quiera entrar por la fuerza, lo tendrá que hacer por encima de mi cadáver —advirtió gritando.
—Daos preso en nombre del rey y no nos obliguéis a mataros —gritó el capitán que mandaba las tropas del rey.
—Daos presos en nombre de la Iglesia. Yo soy el obispo y os lo exijo en nombre de ella —gritó el obispo.
—Daos presos en nombre de la Orden del Temple, a la cual pertenecéis, y tendréis un juicio justo —gritó el maestre.
—¿De qué delito se nos acusa? —preguntó don Gonzalo.
—De perjurio y de traición a la Iglesia —contestó el obispo.
—Nosotros no hemos hecho nada malo —gritó don Gonzalo. Y después, levantando la espada dijo amenazante—: No nos entregaremos a nadie, y prevengo a aquel que quiera hacernos presos, que me defenderé con la espada hasta morir o vencer, porque nosotros creemos que si algún mal hemos hecho a la Iglesia de Dios, es Dios quien tiene que castigarnos y no el hombre...
Al oír esto, el obispo se puso de mil colores. Y enfurecido y disgustado, gritó levantando el crucifijo que llevaba colgado al cuello:
—¡Anatema..! ¡Anatema..! Desde este momento y por la autoridad que me ha sido conferida por la Santa Madre Iglesia, ambos quedáis excomulgados. Ahora ya no sois católicos ni pertenecéis a la Iglesia... ¡Capitán! —dijo dejando nuevamente el crucifijo sobre su pecho—, os ordeno que los hagáis presos, sino por voluntad propia, por la fuerza... Después, las autoridades eclesiásticas se harán cargo de ellos porque ahora ya no son solamente perjuros, sino que se han convertido en herejes... El demonio está dentro de ellos...
Las tropas del rey se lanzaron contra don Gonzalo como perros a una presa. No di la orden a mi escuadra de atacar, y para mi sorpresa, el maestre tampoco lo hizo. Así, fueron solamente los hombres del rey los que intentaron reducir vivo a don Gonzalo. Pero don Gonzalo era una presa muy difícil de apresar, y se batió tan bravamente que hirió de gravedad a tres soldados y a un teniente.
El capitán que mandaba los soldados del rey, viendo que don Gonzalo era un hombre muy peligroso, se dirigió al maestre y le dijo lleno de ira:
—Os ordeno en nombre del rey que mandéis a vuestros hombres en ayuda de mis tropas.
A lo que el maestre contesto:
—Los soldados del Temple no han luchado nunca nueve contra uno. Eso sería vergonzoso para nosotros... Si vuestros soldados no pueden con ese caballero, que se retiren y yo mandaré uno solo de los míos para apresarlo.
El capitán cambió seis o siete veces de color, y ya con los ojos casi fuera de las cuencas, gritó:
—¡A muerte..! ¡A muerte..!
Y don Gonzalo cayó herido de muerte sólo a unos pasos de la puerta de su casa.
Doña María salió, y al ver muerto a su querido Gonzalo, cogió la espada que éste todavía tenía entre sus ensangrentadas manos, puso la punta redondeada y fría a la altura de su corazón, y apretó con todas sus fuerzas. El afilado acero se introdujo en el cuerpo de la dama y su blanco pecho se tiñó de sangre. Doña María cayó inerte junto a su amado Gonzalo...
El obispo dio orden de que fueran allí mismo enterrados, aduciendo para ello, que al haber sido excomulgados no podían reposar en Campo Santo.
Desde aquel día, y aunque no ha sido nunca su nombre oficial, el pueblo llano, el pueblo que trabaja por salarios mínimos y sufre las injusticias y el desprecio de los poderosos, dio en llamar a esta fuente, «la Fuente de los Excomulgados».
—Entonces, ¿de dónde les viene el nombre de «las Fuentes del Álamo Blanco», maestro? —preguntó el lazarillo.
—A los dos meses de esto haber sucedido, comenzó a brotar un álamo blanco en el mismo sitio donde habían sido muertos y enterrados los amados. El pueblo vio una señal divina en aquel árbol... Decían que el álamo blanco representaba el hábito blanco del caballero y el velo blanco de la doncella, y que a media noche, cuando las doce campanadas eran dadas en el campanario de la encomienda, se podían ver entre las hojas del álamo, al Caballero Templario vestido con su blanco hábito y a la monja tocada con su blanco velo, abrazados y felices entre las ramas del árbol.