ORDEN DE SANTIAGO
Crónica moderna.
Cuarenta Maestres tuvo la orden de Santiago. El primero fue Pedro Fernández, en el año 1170. Su primera acción fue contrarrestar el ataque de los moros que talaban toda la comarca de Cáceres, uniéndose a Fernando II de León, marchando hacia Coria, para resolverse en dirección a Cáceres, arrebatándosela a los moros para encaminarse en seguida hacia Badajoz y el Castillo de Almograf en la ribera del Tajo. Pero no pasó mucho tiempo sin que a los musulmanes les llegaran refuerzos de África, los almohades, al frente de los cuales vino su Emir Usuff-Aben-Yacob. Con tales fuerzas pronto volvieron a hacerse dueños de todo lo perdido en Extremadura. Entonces, los Caballeros de la Orden de Santiago se pasaron a Castilla para ponerse a las ordenes del Rey Alfonso VIII. La Villa de Mora fue la primera posesión de la orden y antes de que pasara mucho tiempo ya habían conquistado el castillo de Alarilla, entrando en tierras de moros para llegar hasta Ruete, talándolo todo a su paso.
Regresaron a su punto de partida con un buen número de prisioneros y gran botín por lo cual satisfecho el Monarca les dio la villa de Uclés en el año 1174, en recompensa de sus servicios. Don Pedro Fernández marchó a Roma para que el Papa le confirmase la autorización papal para su Orden de Caballería. Una vez en Castilla, ayudó al rey Alfonso a recuperar lo que le había arrebatado Sancho V de Navarra en tierras de La Rioja. Planeó después la conquista de Cuenca, a la que sitió, durando el asedio nueve meses hasta que la guarnición mora no tuvo más remedio que rendirse. Ganadas también para el rey cristiano fueron Alarcón y otras poblaciones, siendo premiada la Orden de Santiago con ricas heredades. Fue por este tiempo cuando, según algunas crónicas partió el Maestre de Santiago don Pedro Fernández, junto con algunos de sus caballeros a Tierra Santa, a fin de fundar allí también la Orden. Existe el dato de que Bohemundo, rey de Antioquía, en 1180 donó al Maestre varios castillos y lugares y en feudo todo el territorio que ganara a los moros. Pero poniendo como condición de que la campaña debía emprenderse de inmediato, a lo que no pudo comprometerse el Maestre que emprendió el regreso a España.
Poco después la orden acompaño al rey Alfonso VIII hacia Andalucía, y próximos a Córdoba dieron con los caballeros de la Orden de Calatrava quienes sostenían que aquellos territorios correspondían a su jurisdicción. Los de Santiago se avinieron a razones y firmaron la paz y concordia perpetua con la otra Orden de Caballería, a la cual cedieron la villa de Alcobella, sita entre San Esteban de Gormáz y Osma, así como cien maravedies de oro, en prueba de buena voluntad, así como la villa de Ocaña. Después se entrevistaron con los Templarios y Hospitalarios, comprometiéndose los respectivos Maestres a prestarse mutua ayuda.
La Orden de Santiago se dividió en dos provincias, con dos priores, la de San Marcos estuvo bajo el reino de León, y después la de Córdoba y Sevilla para los caballeros allí residentes. Se ocupó también don Pedro Fernández de la redención de cautivos y ya tenía la Orden dos casas destinadas a este fin cuando le sobrevino la muerte en el año 1184. Viene después la larga lista de Maestres de esta Orden. Al IX, don Martín Peláez Barragán, se dice que lo mataron los moros, pero cierto es que nada se sabe por verdad histórica. El XIII, don Rodrigo Iñiguez, dejó el Maestrazgo de la Orden por voluntad propia sin que se conozcan los motivos que tuvo para determinar tal resolución. El XV, don Gonzalo Ruiz Girón, ya por los años 1275-1280, encontró su fin a causa de una imprudencia o un acto de temeridad, según se mire. Estando en batalla contra los moros, le cortaron el paso cien jinetes enemigos y, hombre de bravo corazón como era, se lanzó en su contra, sin mirar si cabalgaba solo o era seguido por sus caballeros. Naturalmente, murió en el empeño. El VIII, don Gonzalo Pérez Martel no pudo llevar a cabo grandes hazañas porque tuvo la mala fortuna de caerse de su caballo, falleciendo en el acto. El Maestre que hacía el número XXIII, don Vasco López (año 1338) no duró mucho: reunidos los freires en Capítulo, en la villa de Ocaña, le acusaron de traición y de haber labrado moneda falsa por lo que tuvo que huir a Portugal eso sí, llevándose con él ganados y alhajas que pertenecían a la orden.
En lo que se refiere al XXV Maestre, don Fadrique, hermanastro del Rey de Castilla don Pedro, tuvo mal fin porque acusado de traidor por el Monarca, murió acribillado a las flechas disparadas por los ballesteros del Rey. El que hacía el número XXXI, don Pedro Muñíz de Godoy, murió en un enfrentamiento con los portugueses. El XXXV fue don Álvaro de Luna, y su fin fue también violento. Favorito en un principio del Rey de Castilla, cayó en desgracia debido al poco afecto que le tenía la reina. Don Álvaro no quiso darse por vencido creyendo que el viento de adversidad duraría poco. El rey le aconsejó que se alejara de Burgos.
No se avino a ello don Álvaro y para empeorar las cosas, un fraile durante el sermón del Viernes Santo lo apostrofó delante del Rey y de toda la Corte. Encolerizado don Álvaro aquella misma noche hizo que fuera arrojado alevosamente desde una torre el contador Mayor del Monarca, don Alonso Pérez de Viviero, a quien culpaba de lo ocurrido, alegando que le tenía ojeriza y era quien había empujado al fraile al apostrofarlo. El rey mandó ponerle preso, y a pesar de que don Álvaro se entregó bajo seguro de vida y hacienda, fue sometido a juicio y condenado por tirano y usurpador de la Real Corona. En la Plaza Mayor de Valladolid se le dio horrible suplicio para acabar siendo degollado, dándosele sepultura en el lugar destinado a los malhechores.
El último Maestre que hace el número cuarenta fue don Alonso de Cárdenas, años 1476-1499. Fue hombre que sirvió lealmente a los Reyes Católicos con singular arrojo y brío, entrando con sus Caballeros en Portugal más de quince leguas, en tanto el rey portugués peleaba en favor de la Beltraneja. Enterado don Alonso de la muerte del Maestre de Santiago vino a entrarle el deseo de serlo él, pero la reina Isabel la Católica fue más diligente y consiguió que se aplazara la elección del nuevo Maestre. Se avino a ello don Diego y mientras se resolvía el pleito se dedicó a la suyo que fue entrar otra vez en Portugal en son de guerra. Los Reyes Católicos, agradeciendo sus servicios, accedieron a que fuera elegido Maestre de la Orden de Santiago. Desde un comienzo, este Maestre se encontró en la guerra de Granada con sus freires. Allí fueron acorralados por los moros.
Sus compañeros le hicieron ver la necesidad de huir, aprovechando las sombras de la noche pero la respuesta del último Maestre fue esta, "no vuelvo yo las espaldas, por cierto, a estos moros, pero sí que huyo de tu ira, Señor Dios, que se ha mostrado hoy contra nosotros y te ha placido castigar nuestros pecados con las manos de estas gentes infieles". Trabajosamente consiguió ponerse a salvo. Pero allí quedaron gran número de sus compañeros, muertos, hasta el punto de que aquel lugar se le dio el nombre de "Cuestas de la matanza". Continuó luchando en la guerra contra Granada y allí estuvo hasta ver ondear sobre la Alambra la enseña de los Reyes Católicos. Tardó muy poco en morir don Alonso, siendo el último de los Maestres de la orden de Santiago, ya que los Reyes Católicos se declararon en 1493 Administradores de la Orden, agregando su Maestrazgo a la Corona de Castilla.
Crónica antigua.
Esta institución, una de las más ilustres, más célebres y más ricas, tuvo su origen en España por los años de 1170, en cuya época los canónigos regulares de San Agustín edificaron varios hospitales en el camino llamado Vía Francesa, que conducía a Santiago de Compostela, en Galicia, con objeto de socorrer al gran número de peregrinos que continuamente eran asaltados por los moros, dueños de la mayor parte de España.
Poco tiempo después, catorce caballeros se reunieron a aquellos religiosos y se pusieron bajo la protección de Santiago para asegurar los caminos y hacer fácil el viaje a los cristianos, batiéndose con los moros. En seguida, aquellos piadosos caballeros se sometieron a la regla de San Agustín, y pusieron los primeros cimientos de la orden de Santiago de la Espada, que sucesivamente aprobaron el Papa Alejandro III, en el año 1175, e Inocencio III, en el año 1200.
El rey Fernando de León estaba en guerra con Alfonso IX de Castilla, y sospechando que los caballeros de Santiago auxiliaban a su sobrino, los expulsó de su reino. Éstos se refugiaron en Castilla, donde el rey Alfonso les acogió favorablemente y, en el año 1174, les hizo donación del castillo de Veles, en el cual habitaron.
Los caballeros, cuya reputación de valor y heroísmo llenaba toda Europa, prestaron inmensos servicios a la religión cristiana. Hacían voto de pobreza y de castidad; pero, en el año 1184, recibieron del Papa Alejandro III el permiso para contraer matrimonio, lo que no se concedió, sin embargo, a las señoras que formaban parte de la orden.
Después de la muerte del gran maestre Alfonso de Cardona, el Papa Alejandro VI incorporó permanentemente, en el año 1493, la dignidad de GRAN MAESTRE a la corona de Castilla, a favor de Fernando V. Desde esta época los reyes de España han conservado el título de dignidad de Gran Maestre y perpetuos administradores de la Orden Militar de Santiago de la Espada, que cuenta con una historia de brillo y esplendor, y que, a despecho de los cambios efectuados en su organización por razón de las circunstancias, y las modificaciones hechas en sus estatutos, según lo han requerido las costumbres, las leyes y los diferentes usos de nuestra época, es una de las primeras órdenes de la Península.
En Portugal existe también la orden de santiago de la espada, y se introdujo en el primer reino, por cuanto Dionisio I, considerando el valor y el mérito de sus caballeros, invitó a algunos de ellos a pasar a sus Estados, lo que efectuaron; y habiendo el Papa Juan XXII, aprobado su establecimiento en dicho reino, confirmó esta rama de la orden en el año 1320.
Posteriormente, el pontífice Julio II declaró que la dignidad de Gran Maestre de Santiago en Portugal era peculiar del Rey; siendo el primero que ejerció este cargo Juan II.
En el año 1789 quedó secularizada la orden, y vino a ser la recompensa del mérito civil, transfiriéndose, lo mismo que las otras órdenes portuguesas, a Brasil. Mas, a consecuencia de las agitaciones y trastornos políticos, es hoy considerada en ambos países como cualquier otra orden para premiar los servicios prestados a la nación; dividiéndose sus individuos en GRANDES CRUCES, COMENDADORES y CABALLEROS.
En España, afortunadamente, se ha mantenido has hoy día en el mayor grado de brillo y esplendor, no concediéndose a persona ninguna sin haber antes justificado plenamente la nobleza de pretendiente y la de sus antepasados.
La divisa de esta orden es una cruz roja en forma de espada.
Regla de San Agustín:
1. Ante todas las cosas, queridísimos Hermanos, amemos a Dios y después al
prójimo, porque estos son los mandamientos principales que nos han sido dados.
2. He aquí lo que mandamos que observéis quienes vivís en comunidad.
Capítulo I -Fin
Y Fundamento de la Vida Común.
3. En primer término ya que con este fin os habéis congregado en comunidad,
vivid en la casa unánimes tened una sola alma y un solo corazón orientados hacia
Dios.
4. Y no poseáis nada propio, sino que todo lo tengáis en común, y que el
Superior distribuya a cada uno de vosotros el alimento y vestido, no igualmente
a todos, porque no todos sois de la misma complexión, sino a cada uno según lo
necesitare; conforme a lo que leéis en los Hechos de los Apóstoles: "Tenían
todas las cosas en común y se repartía a cada uno según lo necesitaba".
5. Los que tenían algo en el siglo, cuando entraron en la casa religiosa,
pónganlo de buen grado a disposición de la Comunidad.
6. Y los que nada tenían no busquen en la casa religiosa lo que fuera de ella no
pudieron poseer. Sin embargo, concédase a su debilidad cuanto fuere menester,
aunque su pobreza, cuando estaban en el siglo, no les permitiera disponer ni aun
de lo necesario. Mas no por eso se consideren felices por haber encontrado el
alimento y vestido que no pudieron tener cuando estaban fuera.
7. Ni se engrían por verse asociados a quienes fuera no se atrevían ni a
acercarse; más bien eleven su corazón y no busquen las vanidades terrenas, no
sea que comiencen a ser las Comunidades útiles para los ricos y no para los
pobres, si sucede que en ellas los ricos se hacen humildes y los pobres altivos.
8. Y quienes eran considerados algo en el mundo no osen menospreciar a sus
Hermanos que vinieron a la santa sociedad siendo pobres. Más bien, deben
gloriarse más de la comunidad de los Hermanos pobres que de la condición de sus
padres ricos. Ni se vanaglorien por haber traído algunos bienes a la vida común,
ni se ensoberbezcan más de sus riquezas por haberlas compartido con la Comunidad
que si las disfrutaran en el siglo. Pues sucede que otros vicios incitan a
ejecutar malas acciones, la soberbia, sin embargo, se insinúa en las buenas
obras para que perezcan. ¿Y qué aprovecha distribuir las riquezas a los pobres y
hacerse pobre, si el alma se hace más soberbia despreciando las riquezas que lo
fuera poseyéndolas?
9. Vivid, pues, todos en unión de alma y corazón, y honrad los unos en los otros
a Dios, de quien habéis sido hechos templos.
Capítulo II - De
la Oración.
10. Perseverad en las oraciones fijadas para horas y tiempos de cada día.
11. En el oratorio nadie haga sino aquello para lo que ha sido destinado, de
donde le viene el nombre; para que si acaso hubiera algunos que, teniendo
tiempo, quisieran orar fuera de las horas establecidas, no se lo impida quien
pensara hacer allí otra cosa.
12. Cuando oráis a Dios con salmos e himnos, que sienta el corazón lo que
profiere la voz.
13. Y no deseéis cantar sino aquello que está mandado que se cante; pero lo que
no está escrito para ser cantado, que no se cante.
Capítulo III -
De la Frugalidad y Mortificación.
14. Someted vuestra carne con ayunos y abstinencias en el comer y en el beber,
según la medida en que os lo permita la salud. Pero cuando alguno no pueda
ayunar, no por eso tome alimentos fuera de la hora de las comidas, a no ser que
se encuentre enfermo.
15. Desde que os sentáis a la mesa hasta que os levantéis, escuchad sin ruido ni
discusiones lo que según costumbre se os leyere, para que no sea sola la boca la
que recibe el alimento, sino que el todo sienta también hambre de la palabra de
Dios.
16. Si los débiles por su anterior régimen de vivir son tratados de manera
diferente en la comida, no debe molestar a los otros, ni parecer injusto a los
que otras costumbres hicieron más fuertes. Y éstos no consideren a aquéllos más
felices, porque reciben lo que a ellos no se les da, sino más bien deben
alegrarse, porque pueden soportar lo que aquéllos no pueden.
17. Y si a quienes vinieron a la casa religiosa de una vida más delicada se les
diese algún alimento, vestido, colchón o cobertor, que no se les da a otros más
fuertes y por tanto más felices, deben pensar quienes no lo reciben cuánto
descendieron aquéllos de su vida anterior en el siglo hasta ésta, aunque no
hayan podido llegar a la frugalidad de los que tienen una constitución más
vigorosa. Ni deben querer todo lo que ven que reciben de más unos pocos, no como
honra, sino como tolerancia, no vaya a ocurrir la detestable perversidad de que
en la casa religiosa, donde en cuanto pueden se hacen mortificados los ricos, se
conviertan en delicados los pobres.
18. Empero, así como los enfermos necesitan comer menos para que no se agraven,
así también después de la enfermedad deben ser cuidados de tal modo que se
restablezcan pronto, aun cuando hubiesen venido del siglo de una humilde
pobreza; como si la enfermedad reciente les otorgase lo mismo que a los ricos su
antiguo modo de vivir. Pero, una vez reparadas las fuerzas, vuelvan a su feliz
norma de vida, tanto más adecuada a los siervos de Dios cuanto menos necesitan.
Y que el placer no los retenga, estando ya sanos, allí donde la necesidad los
puso, cuando estaban enfermos. Así, pues, créanse más ricos quienes son más
fuertes en soportar la frugalidad; porque es mejor necesitar menos que tener
mucho.
Capítulo IV - De
la Guarda, de la Castidad y de la Corrección Fraterna.
19. Que no sea llamativo vuestro porte, ni procuréis agradar con los vestidos,
sino con la conducta.
20. Cuando salgáis de casa, id juntos, cuando lleguéis adonde os dirigís,
permaneced juntos.
21. Al andar, al estar parados y en todos vuestros movimientos, no hagáis nada
que moleste a quienes os ven, sino lo que sea conforme con vuestra consagración.
22. Aunque vuestros ojos se encuentren con alguna mujer, no los fijéis en
ninguna. Porque no se os prohíbe ver a las mujeres cuando salís de casa lo que
es pecado es desearlas o querer ser deseados de ellas. Pues no sólo con el tacto
y el afecto, sino también con la mirada se provoca y nos provoca el deseo de las
mujeres. No digáis que tenéis el alma pura si son impuros vuestros ojos, pues la
mirada impura es indicio de un corazón impuro. Y cuando, aun sin decirse nada,
los corazones denuncian su impureza con miradas mutuas y, cediendo al deseo de
la carne, se deleitan con ardor recíproco, la castidad desaparece de las
costumbres, aunque los cuerpos queden libres de la violación impura.
23. Asimismo, no debe suponer el que fija la vista en una mujer y se deleita en
ser mirado por ella que no es visto por nadie, cuando hace esto; es ciertamente
visto y por quienes no piensa él que le ven. Pero aun dado que quede oculto y no
sea visto por nadie, ¿qué hará de Aquél que le observa desde arriba y a quien
nada se le puede ocultar? ¿O se puede creer que no ve, porque lo hace con tanta
mayor paciencia cuanta más grande es su sabiduría? Tema, pues, el varón
consagrado desagradar a Aquél, para que no quiera agradar pecaminosamente a una
mujer. Y para que no desee mirar con malicia a una mujer, piense que el Señor
todo lo ve. Pues por esto se nos recomienda el temor, según está escrito:
"Abominable es ante el Señor el que fija la mirada"
24. Por lo tanto, cuando estéis en la Iglesia y en cualquier otro lugar donde
haya mujeres, guardad mutuamente vuestra pureza; pues Dios, que habita en
vosotros, os guardará también de este modo por medio de vosotros mismos.
25. Y si observáis en alguno de vuestros Hermanos este descaro en el mirar de
que os he hablado, advertídselo al punto para que lo que se inició no progrese,
sino que se corrija cuanto antes.
26. Pero si de nuevo, después de esta advertencia o cualquier otro día le
viéreis caer en lo mismo, el que le sorprenda delátele al momento como a una
persona herida que necesita curación; sin embargo, antes de delatarle,
expóngaselo a otro o también a un tercero, para que con la palabra de dos o tres
pueda ser convencido y sancionado con la severidad conveniente. No penséis que
procedéis con mala voluntad cuando indicáis esto. Antes bien, pensad que no
seréis inocentes si, por callaros, permitís que perezcan vuestros Hermanos, a
quienes podríais corregir indicándolo a tiempo. Porque si tu Hermano tuviese una
herida en el cuerpo que quisiera ocultar por miedo a la cura, ¿no seria cruel el
silenciarlo y caritativo el manifestarlo? Pues, ¿con cuánta mayor razón debes
delatarle para que no se corrompa más su corazón?
27. Pero, en caso de negarlo, antes de exponérselo a los que han de tratar de
convencerle, debe ser denunciado al Superior, pensando que, corrigiéndole en
secreto, puede evitarse que llegue a conocimiento de otros. Empero, si lo
negase, tráigase a los otros ante el que disimula, para que delante de todos
pueda no ya ser argüido por un solo testigo, sino ser convencido por dos o tres.
Una vez convicto, debe cumplir el correctivo que juzgare oportuno el Superior
Local o el Superior Mayor, a quien pertenece dirimir la causa. Si rehusare
cumplirlo, aun cuando él no se vaya de por sí, sea eliminado de vuestra
sociedad. No se hace esto por espíritu de crueldad, sino de misericordia, no sea
que con su nocivo contagio pueda perder a muchos otros.
28. Y lo que he dicho en lo referente a la mirada obsérvese con diligencia y
fidelidad en averiguar, prohibir, indicar, convencer y castigar los demás
pecados, procediendo siempre con amor a los hombres y odio para con los vicios.
29. Ahora bien, si alguno hubiere progresado tanto en el mal, que llegara a
recibir cartas o algún regalo de una mujer, si espontáneamente lo confiesa,
perdónesele y órese por él; pero si fuese sorprendido y convencido de su falta,
sea castigado con una mayor severidad, según el juicio del Superior Mayor o del
Superior Local.
Capítulo V - Del
Uso de las Cosas Necesarias y de su Diligente Cuidado.
30. Tened vuestros vestidos en un lugar común bajo el cuidado de uno o de dos o
de cuantos fueren necesarios para sacudirlos, a fin de que no se apolillen. Y
así como os alimentáis de una sola despensa, así debéis vestiros de una misma
ropería. Y, a ser posible, no seáis vosotros los que decidís qué vestidos son
los adecuados para usar en cada tiempo, ni si cada uno de vosotros recibe el
mismo que había usado o el ya usado por otro, con tal de que no se niegue a cada
uno lo que necesite. Pero si de ahí surgiesen entre vosotros disputas y
murmuraciones, quejándose alguno de haber recibido algo peor de lo que había
dejado, y se sintiese menospreciado por no recibir un vestido semejante al de
otro Hermano, juzgad de ahí cuánto os falta en el santo vestido del corazón,
cuando así contendéis por el hábito del cuerpo. Mas si se tolera por vuestra
flaqueza recibir lo mismo que dejasteis, tened, no obstante, lo que usáis, en un
lugar común bajo la custodia de los encargados.
34. No se niegue tampoco el baño del cuerpo, cuando la necesidad lo aconseje;
pero hágase sin murmuración, siguiendo el dictamen del médico, de tal modo que,
aunque el enfermo no quiera, se haga por mandato del Superior lo que conviene
para la salud. Pero si no conviene, no se atienda a la mera satisfacción, porque
a veces, aunque perjudique, se cree que es provechoso lo que agrada.
35. Por último, si algún siervo de Dios se queja de algún dolor latente en el
cuerpo, créasele sin dudar; empero, si no hubiese certeza de si para curar su
dolencia conviene lo que le agrada, entonces consúltese al médico.
36. No vayan a los baños o a cualquier otro lugar adonde hubiere necesidad de ir
menos de dos o tres. Y al que necesite ir a alguna parte, no vaya con quienes él
quiere, sino con quienes manda el Superior.
37. Del cuidado de los enfermos, de los convalecientes o de quienes, aun sin
tener fiebre, padecen algún achaque, encárguese a un Hermano para que pida de la
despensa lo que cada cual necesite.
38. Los encargados de la despensa, de los vestidos o de los libros sirvan a sus
Hermanos sin murmuración.
39. Pídanse cada día los libros a la hora determinada y, si alguien los pidiere
fuera de la hora señalada, no se le concedan.
40. Los vestidos y el calzado, cuando quien los pide es porque los necesita, no
difieran en dárselos quienes los guardan bajo su custodia.
Capítulo VI - De
la Pronta Demanda del Perdón y del Generoso Olvido de las Ofensas.
41. No haya disputas entre vosotros, o, de haberlas, terminadlas cuanto antes
para que el enojo no se convierta en odio y de una paja se haga una viga,
convirtiéndose el alma en homicida: pues así leéis: "El que odia a su hermano es
homicida".
42. Cualquiera que ofenda a otro con injuria, con ultraje o echándole en cara
alguna falta, procure remediar cuanto antes el mal que ocasionó y el ofendido
perdónele sin discusión. Pero si mutuamente se hubieran ofendido, mutuamente
deben también perdonarse la deuda, por vuestras oraciones, que cuanto más
frecuentes son, con tanta mayor sinceridad debéis hacerlas. Con todo, mejor es
el que, aun dejándose llevar con frecuencia de la ira, se apresura sin embargo a
pedir perdón al que reconoce haber injuriado, que otro que tarda en enojarse,
pero se aviene con más dificultad a pedir perdón. El que, en cambio, nunca
quiere pedir perdón o no lo pide de corazón, en vano está en la casa religiosa,
aunque no sea expulsado de allí. Por lo tanto, absteneos de proferir palabras
duras con exceso y, si alguna vez se os deslizaren, no os avergoncéis de aplicar
el remedio salido de la misma boca que produjo la herida.
43. Pero cuando la necesidad de la disciplina os obliga a emplear palabras duras
al cohibir a los menores, si notáis que en ellas os habéis excedido en el modo,
no se os exige que pidáis perdón a los ofendidos, no sea que por guardar una
excesiva humildad para con quienes deben estaros obedientes, se debilite la
autoridad del que gobierna. En cambio, se ha de pedir perdón al Señor de todos,
que conoce con cuánta benevolencia amáis incluso a quienes quizá habéis
corregido más allá de lo justo. El amor entre vosotros no debe ser carnal, sino
espiritual.
Capítulo VII -
Criterios de Gobierno y Obediencia.
44. Obedézcase al Superior Local como a un padre, guardándole el debido respeto
para que Dios no sea ofendido en él, y obedézcase aún más al Superior Mayor, que
tiene el cuidado de todos vosotros.
45. Corresponde principalmente al Superior Local hacer que se observen todas
estas cosas y, si alguna no lo fuere, no se transija por negligencia, sino que
se cuide enmendar y corregir. Será su deber remitir al Superior Mayor, que tiene
entre vosotros más autoridad, lo que exceda de su cometido o de su capacidad.
46. Ahora bien, el que os preside, que no se sienta feliz por mandar con
autoridad, sino por servir con caridad. Ante vosotros, que os proceda por honor;
pero ante Dios, que esté postrado a vuestros pies por temor. Muéstrese ante
todos como ejemplo de buenas obras, corrija a los inquietos, consuele a los
tímidos, reciba a los débiles, sea paciente con todos, Observe la disciplina con
agrado e infunda respeto. Y aunque ambas cosas sean necesarias, busque más ser
amado por vosotros que temido, pensando siempre que ha de dar cuenta a Dios por
vosotros.
47. De ahí que, sobre todo obedeciendo mejor, no sólo os compadezcáis de
vosotros mismos, sino también de él; porque cuanto más elevado se halla entre
vosotros, tanto mayor peligro corre de caer.
Capítulo VIII -
De la Observancia de la Regla.
48. Que el Señor os conceda observar todo esto movidos por la caridad, como
enamorados de la belleza espiritual, e inflamados por el buen olor de Cristo que
emana de vuestro buen trato; no como siervos bajo la ley, sino como personas
libres bajo la gracia.
49. Y para que podáis miraros en este pequeño libro como en un espejo y no
descuidéis nada por olvido, léase una vez a la semana. Y si encontráis que
cumplís lo que está escrito, dad gracias a Dios, dador de todos los bienes. Pero
si alguno de vosotros ve que algo le falta, arrepiéntase de lo pasado,
prevéngase para lo futuro, orando para que se le perdone la deuda y no caiga en
la tentación.